Más de 300.000 hectáreas. Esa es la superficie que ha ardido en lo que va de año en España, concentrándose principalmente en los meses de verano. Los datos estatales de enero a junio anunciaban ya la tragedia: había ardido un 56% más de superficie que la media del último decenio y un 133% más que en el mismo periodo del 2021. A día de hoy, los datos confirman lo que entonces se temía: este ha sido el verano en el que más hectáreas han ardido en lo que va de siglo.
El caso concreto de Aragón ha sido paradigmático. En esta comunidad, dadas sus características propias, los incendios se han cebado especialmente arrasando casi 20.000 hectáreas entre junio y agosto según el Instituto Aragonés de Estadística, la cifra más alta desde 1994, destacando los incendios de Ateca y Añón del Moncayo en la provincia de Zaragoza.
En los informativos, además de las desoladoras imágenes del fuego devorando todo a su paso, se retransmitían también las declaraciones de políticos que jugaban a hacerse la foto, vestidos con ropas que no están acostumbrados a llevar, mirando la lejanía o señalando algo, como si tuviesen la mínima idea del drama que contemplaban. En sus declaraciones, donde aparentemente todos se esforzaban por transmitir una preocupación que luego sus actos demuestran falsa una y otra vez, había quienes culpaban casi exclusivamente al cambio climático y quienes, casi de forma surrealista, lo atribuían al “ecologismo extremo”.
Sin embargo, la situación es mucho más compleja, pues no se debe exclusivamente a una sola causa y no resulta fácil ponerle solución.
En primer lugar hay que decir que, efectivamente, el cambio climático ha influido en la cantidad de incendios ocurridos pero sobre todo ha incidido en la virulencia de los mismos. La anarquía de la producción y la búsqueda del máximo beneficio como principios rectores del capitalismo hacen que sea imposible un desarrollo ecológico sostenible dentro de este sistema. Como consecuencia de la sobreexplotación de recursos naturales y emisión de gases de efecto invernadero la capa de ozono se daña y con ella se acentúa el cambio climático. Tenemos temperaturas máximas más altas, temporadas secas más largas y calurosas y, en definitiva, unas condiciones más favorables para el desarrollo de estos incendios. Ahora bien, ¿cuál es la causa general? Tan solo un 15% corresponde a causas naturales (generalmente tormentas eléctricas que caen sobre un terreno totalmente seco y descuidado donde un rayo es más que suficiente para desencadenar el fuego). El resto corresponde, principalmente, a negligencias e incendios provocados (quemas ilegales, accidentes de tráfico o “descuidos” entre otros). Por ejemplo, fue la chispa de una excavadora trabajando a las cuatro de la tarde en plena ola de calor en un campo lo que provocó el incendio de Ateca. En este caso existía una recomendación, que no obligación, de suprimir a según qué horas los trabajos susceptibles de provocar incendios debido al alto riesgo.
Por otro lado está el estado de los montes. Con una población cada vez menos rural, que durante décadas emigró masivamente a la ciudad en busca de un futuro mejor, tenemos los campos semiabandonados. Donde antes pastaba el ganado crece ahora el forraje y monte bajo que, cuando llega el verano, se seca transformándose en toneladas y toneladas de combustible. Los campos de cultivo no son mucho mejores, pues como hemos explicado incluso en momentos de alto riesgo de incendio continúan trabajando las cosechadoras, provocando no pocas veces nuevos incendios.
Ante esta realidad que tan fácilmente se transforma en desastre encontramos siempre a los mismos: los bomberos forestales. Si bien no son los únicos que participan en la prevención y extinción de estos incendios, son quienes lo hacen en mayor medida y en peores condiciones. Trabajadores de subcontratas como las BRIF y Sarga trabajan en condiciones precarias y sufren una alta temporalidad, faltos además de un convenio estatal que los regule profesionalmente. Entre declaraciones vacías de la necesidad de elaborar nuevos planes para combatir los incendios forestales o promesas de incrementar el presupuesto destinado a combatirlos, hay quien pone precisamente el acento en ese convenio estatal. Pero no nos engañemos, un convenio que no recoja y asegure el cumplimiento de las justas reivindicaciones del colectivo (entre otras cosas: reconocimiento de la categoría de bombero forestal, de enfermedades profesionales y de antigüedad o la aplicación de la Prevención de Riesgos Laborales) será papel mojado que servirá más para evitar una escalada en la movilización que para solucionar el problema que nos atañe.
Pues si bien es cierto que la lucha por mejorar las condiciones de los bomberos forestales es un punto cardinal para una mejor gestión de los montes y de los incendios forestales, no basta – ni es suficiente – para atajar el problema.
El cuidado, aprovechamiento y recuperación de los montes requiere necesariamente de una planificación económica que asegure, con la utilización de todos los medios técnicos, tecnológicos y humanos disponibles, la satisfacción de las necesidades de la población así como la recuperación y el mantenimiento de los ecosistemas naturales. Para bien o para mal, esto no es posible dentro del capitalismo, por lo que, mientras apoyamos las justas reivindicaciones de los bomberos forestales en lo inmediato, seguiremos luchando por construir un futuro con una sociedad diferente para evitar, antes de que sea demasiado tarde, aquello que ya Marx dijo hace 150 años: “el capitalismo tiende a destruir sus dos fuentes de riqueza: la naturaleza y los seres humanos”.